Saraí se levantó de su cama con la respiración agitada. En la oscuridad, no podía encender el candil para ver algo, pero sabía exactamente dónde estaba la cama de su madre. Saraí dormía con su abuela, mientras que su madre lo hacía con Eunice, la hermana menor.
Cuando Saraí llegó junto a la cama de su madre, las lágrimas brotaban de sus ojos sin parar. No quería gritar. Su abuela hacía unos ruidos extraños con la boca y, al parecer, no podía respirar. Empezó a llamar a su madre y a tocarle con su pequeña mano. En la otra, sostenía una muñeca de trapo que su madre le había hecho.
Su madre se despertó y se apresuró a encender el candil. Eunice dormía impasible, ajena al alboroto de su hermana mayor. La luz se propagó por la casa, iluminando de forma precaria algunos rincones. Era una luz tenue, pero suficiente para alumbrar la cama donde yacía la abuela. Se estaba ahogando. Su madre la sentó al borde de la cama y, de forma apresurada, le daba golpes con su mano derecha en la espalda. La anciana logró recuperarse. Por un momento, Saraí sintió desfallecer. A su corta edad, le daba miedo casi todo, incluso su abuela.
Al día siguiente por la noche, cuando todas estaban listas para dormir, la madre de Saraí la llamó para decirle qué hacer si volvía a ocurrir.
Cuando Saraí llegó junto a la cama de su madre, las lágrimas brotaban de sus ojos sin parar. No quería gritar. Su abuela hacía unos ruidos extraños con la boca y, al parecer, no podía respirar. Empezó a llamar a su madre y a tocarle con su pequeña mano. En la otra, sostenía una muñeca de trapo que su madre le había hecho.
Su madre se despertó y se apresuró a encender el candil. Eunice dormía impasible, ajena al alboroto de su hermana mayor. La luz se propagó por la casa, iluminando de forma precaria algunos rincones. Era una luz tenue, pero suficiente para alumbrar la cama donde yacía la abuela. Se estaba ahogando. Su madre la sentó al borde de la cama y, de forma apresurada, le daba golpes con su mano derecha en la espalda. La anciana logró recuperarse. Por un momento, Saraí sintió desfallecer. A su corta edad, le daba miedo casi todo, incluso su abuela.
Al día siguiente por la noche, cuando todas estaban listas para dormir, la madre de Saraí la llamó para decirle qué hacer si volvía a ocurrir.
—Hija —le dijo—, deberás despertarla y hacer que se siente. Recuérdalo bien.
Esa noche, Saraí casi no durmió. Quería estar pendiente de su abuela. La escuchaba respirar y cada vez que tosía, el corazón se le aceleraba, imaginando que se ahogaba de nuevo. Antes de que los primeros rayos de sol se reflejaran en las nubes, Saraí logró conciliar el sueño. Los colores que reflejaban las nubes eran hermosos, o al menos eso pensó Eunice.
Eunice decidió ir por su hermana. Le daba miedo ir al baño sola y además, quería que viera los colores del cielo. Se acercó con cuidado de no despertar a la abuela. Se paró a un lado de la cama, frente a su abuela. Su hermana dormía pegada a la pared. Rodeó la cama y se colocó a los pies.
Esa noche, Saraí casi no durmió. Quería estar pendiente de su abuela. La escuchaba respirar y cada vez que tosía, el corazón se le aceleraba, imaginando que se ahogaba de nuevo. Antes de que los primeros rayos de sol se reflejaran en las nubes, Saraí logró conciliar el sueño. Los colores que reflejaban las nubes eran hermosos, o al menos eso pensó Eunice.
Eunice decidió ir por su hermana. Le daba miedo ir al baño sola y además, quería que viera los colores del cielo. Se acercó con cuidado de no despertar a la abuela. Se paró a un lado de la cama, frente a su abuela. Su hermana dormía pegada a la pared. Rodeó la cama y se colocó a los pies.
—Saraí —susurró Eunice—, Saraí.
La hermana no escuchaba, estaba totalmente agotada por el desvelo. Eunice decidió tocarle los pies. Levantó la sábana que las cubría y tanteó, buscando los pies de Saraí. Tocó una piel helada. No eran los pies de su hermana. Los apretó, pero nada pasó. Hurgó más adentro en la cama. Ahora sí, eran los pies de su hermana. Los apretó con un poco más de fuerza y Saraí se despertó.
Después de explicarle que quería ir al baño y que quería su compañía porque mamá no estaba en casa, cosa que a ninguna de las dos les pareció extraño. Su madre siempre salía antes del alba y regresaba un par de horas después. Caminaron hacia el baño. El aire era frío, un poco más de lo normal. Saraí abrió la puerta de lámina. Eunice entró mientras Saraí se quedaba afuera, abrazándose a sí misma. Vio el cielo y se quedó un largo rato observándolo. Eunice salió del baño y la acompañó con la mirada. Ninguna dijo nada. Cuando decidieron entrar, se acostaron juntas en la cama de Eunice.
Saraí despertó cuando el sol ya había salido por completo. Una ventana abierta permitía el paso de la luz, y por ella podían ver a la abuela aún acostada. Algo raro para la hora que era. Saraí se acercó y le tocó el hombro, pero no obtuvo respuesta. Saraí se asustó. Regresó a la otra cama con Eunice, guardando silencio. Lo único que podía hacer era esperar a que su mamá regresara. Eunice dormía plácidamente.
Saraí y Eunice estaban sentadas en la cama, inmóviles y con la mirada perdida. De pronto, la puerta se abrió. En ese momento, Saraí se echó a llorar y Eunice hizo lo mismo. Su madre corrió a abrazarlas.
—¿Qué pasó? —preguntó la mamá.
Saraí no podía articular palabra por el nudo en su garganta. Solo señaló a la abuela, que no se movía. La madre corrió a verla. La abuela había fallecido.
Regresaron a su casa después de enterrar a la anciana. Saraí no quería dormir sola esa noche, así que su madre se acostó con las dos en la cama de Eunice, pero las tres no cabían. La madre se mudó a la cama donde dormía la abuela. Ella no pudo dormir, pero las niñas sí.
Al amanecer, Saraí se acercó a su mamá. Las lágrimas aún le brotaban de los ojos y se las limpiaba con el cuello de la camisa que usaba de pijama. Solo pudo hacer una pregunta:
—Mamá, ¿por qué no dormiste con nosotras?
Un silencio llenó todo el espacio en el cuarto. La madre no supo qué responder. Sentía que había abandonado a sus hijas, pero solo Saraí lo había notado.
—No podía dormir y me levanté, hija —al fin respondió.
A Saraí no le convenció la respuesta, sin embargo, la aceptó.
Esa noche, Saraí se acostó con Eunice. La madre esperó a que las niñas se durmieran y se acostó nuevamente en la cama de la abuela. Seguía sin poder dormir. Eunice despertó en medio de la noche, había tenido una pesadilla. Buscó a su mamá, pero no estaba. Se levantó a tientas. Su madre la notó, la tomó en sus brazos y la acostó junto a ella en la otra cama. Saraí se quedó sola.
Saraí estaba sola en la cama, envuelta en el silencio de la casa como una manta pesada. De repente, sintió que el colchón se hundía a su lado y el roce familiar de un cuerpo que se acomodaba junto a ella. Le pareció que era su abuela. Sin darse cuenta, un olor a lavanda se coló por su nariz.
Pero algo la hizo abrir los ojos de golpe. El colchón a su lado estaba liso, sin rastro del peso de nadie. Estiró la mano y no encontró ni a su hermana ni a su madre. Sintió el aire helado y el olor a lavanda había desaparecido. El terror se apoderó de ella al intentar moverse, pero sus extremidades no respondían. Sus músculos estaban rígidos, su cuerpo pesado y anclado a la cama. Abrió la boca para gritar, pero de su garganta no salió sonido alguno. Solo el latido de su corazón resonaba en sus oídos, mientras el silencio volvía a apoderarse de la noche. Le pareció una eternidad.
Cuando al fin pudo moverse, vio una sombra levantarse de la cama. Un grito de pavor salió de su boca. La madre se levantó de golpe y encendió un candil. Saraí se ahogaba con el llanto. Su madre la abrazó. Le tomó mucho tiempo volver a conciliar el sueño. Eunice también se había echado a llorar. Ambas durmieron en el regazo de su madre, mientras esta les acariciaba el cabello.
A la noche siguiente, Saraí no quería acostarse en ninguna cama. No quería dormir, tenía mucho miedo. La luz tenue del candil pintaba sombras danzantes en las paredes de la habitación. Saraí, con los ojos entrecerrados por el sueño, sintió una presencia cerca. Trató de moverse, pero no pudo. Distinguió una figura inmóvil al borde de su cama. Era la abuela. Saraí lo sabía. La madre, que al fin había logrado conciliar el sueño, no sintió nada.
Cuando al fin pudo moverse, vio una sombra levantarse de la cama. Un grito de pavor salió de su boca. La madre se levantó de golpe y encendió un candil. Saraí se ahogaba con el llanto. Su madre la abrazó. Le tomó mucho tiempo volver a conciliar el sueño. Eunice también se había echado a llorar. Ambas durmieron en el regazo de su madre, mientras esta les acariciaba el cabello.
A la noche siguiente, Saraí no quería acostarse en ninguna cama. No quería dormir, tenía mucho miedo. La luz tenue del candil pintaba sombras danzantes en las paredes de la habitación. Saraí, con los ojos entrecerrados por el sueño, sintió una presencia cerca. Trató de moverse, pero no pudo. Distinguió una figura inmóvil al borde de su cama. Era la abuela. Saraí lo sabía. La madre, que al fin había logrado conciliar el sueño, no sintió nada.
Envuelto en una luz casi etérea, el rostro de la abuela en la penumbra parecía casi desnaturalizado. Los huesos parecían pegados a la piel. Saraí trató de aferrarse a su madre, pero no pudo mover ni un músculo. Sintió un roce ligero y frío. La mano de la anciana le rozó la mejilla. El frío se le traspasó a los huesos. Así se quedó, inmóvil. El candil se apagó y las sombras danzantes desaparecieron. Sintió cómo volvía a tomar el control de su cuerpo. Rompió en llanto. Su madre despertó y la abrazó. Saraí le contó lo sucedido, pero su madre no supo cómo interpretar aquello.
Al llegar la noche nuevamente, la madre volvió a acostarse con ambas. Saraí no quería cerrar los ojos. Tenía mucho más miedo ahora, sentía que el frío la abrazaba. Recordó las palabras de su abuela: "Siempre dormiré contigo. Jamás te dejaré sola". Sintió un escalofrío. Vio una mancha, una sombra que se movía en la habitación. Abrió la boca y le dijo a su madre que no se quería ir. Su madre no entendió por qué le había dicho eso.
Un ventarrón apagó el candil. La madre se apresuró a encenderlo de nuevo. Giró la vista hacia la ventana y vio que estaba cerrada. La madre se acostó con ellas de nuevo. Saraí vio las sombras que comenzaron a danzar de nuevo. No podía moverse. El miedo le oprimía la garganta y no pudo gritar. Estaba allí, era su abuela, con la piel pegada a los huesos. La veía acercarse, no caminaba, era como si se deslizara sobre el suelo. Esta vez no le rozó la mejilla. Saraí sintió cómo le agarraban la muñeca. El candil agotó su aceite y las sombras que danzaban desaparecieron. Su madre despertó y solo encontró a Eunice a su lado.
Al llegar la noche nuevamente, la madre volvió a acostarse con ambas. Saraí no quería cerrar los ojos. Tenía mucho más miedo ahora, sentía que el frío la abrazaba. Recordó las palabras de su abuela: "Siempre dormiré contigo. Jamás te dejaré sola". Sintió un escalofrío. Vio una mancha, una sombra que se movía en la habitación. Abrió la boca y le dijo a su madre que no se quería ir. Su madre no entendió por qué le había dicho eso.
Un ventarrón apagó el candil. La madre se apresuró a encenderlo de nuevo. Giró la vista hacia la ventana y vio que estaba cerrada. La madre se acostó con ellas de nuevo. Saraí vio las sombras que comenzaron a danzar de nuevo. No podía moverse. El miedo le oprimía la garganta y no pudo gritar. Estaba allí, era su abuela, con la piel pegada a los huesos. La veía acercarse, no caminaba, era como si se deslizara sobre el suelo. Esta vez no le rozó la mejilla. Saraí sintió cómo le agarraban la muñeca. El candil agotó su aceite y las sombras que danzaban desaparecieron. Su madre despertó y solo encontró a Eunice a su lado.
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